La lluvia cae desde hace horas. Hacía mucho que no ocurría. Nadie se esperaba la llegada del otoño pero esta mañana está aquí. La calle parece más oscura, los coches pasan salpicando y la gente ha sacado sus paraguas y apura el paso.
La caída de la temperatura y el tamaño de las gotas de lluvia alimentan la mayoría de las conversaciones. La señora Bergerot saca su nuevo repertorio de frases hechas. Estoy en un sinvivir porque mis padres piensan pasar a lo largo del día a admirar lo bien que trabaja su hija. También quieren saber cuándo me tomaré vacaciones; están impacientes por recibirnos. Temo su visita, pues en general, cuando los veo delante de gente, se creen obligados a tratarme como si tuviera seis años.
Al final de la mañana la panadería está repleta. La gente se apiña dentro para que nadie tenga que esperar bajo la lluvia. Hace su entrada el señor Calant. Las gotas de lluvia brillan sobre su pelo grasiento. Parece feliz. Diría que su naturaleza de gasterópodo viscoso lo lleva a disfrutar de las inclemencias del tiempo, pero pienso que es más bien su espíritu rancio que se alegra ante el mal humor de sus congéneres.
—O se pone una segunda caja o se contrata a dependientas que sepan hacer su trabajo.
Indiferencia generalizada. Yo ni pestañeo, sigo a lo mío. La señora a la que atiendo tiene la feliz idea de comentar que la humedad le provoca dolor de huesos. El otro aprovecha para soltar una de sus frases lapidarias: «La gente da importancia a cosas que no la tienen». Espera a sufrir una rotura de pelvis y te lanzaremos de vuelta tu propia frase. Debemos tener paciencia, en solo unos minutos se habrá marchado. Si se piensa bien, este tipo de personas son una bendición para la humanidad, gracias a ellas una nunca termina de acostumbrarse a la bondad de la gente, no considera la amabilidad como un bien adquirido por derecho natural. A su lado, todo el mundo parece más simpático. Además, se tiende a apreciar de un modo especial cada segundo de vida lejos de él. Imagino su existencia: apartado de su familia, siempre a la gresca con sus vecinos. Hasta su gato se meará en sus zapatos. Todos habíamos confiado siempre en que algún día recibiría su merecido. Lo que no podíamos imaginar es que la encargada de proporcionárselo fuera a ser esa viejecita enfundada en un impermeable y con un paraguas de flores.
Llega el turno de esta, y avanza hasta el mostrador. Nos saluda a la señora Bergerot y a mí. Suele venir cada dos días. Hace un mes la operaron de cataratas, y es notorio lo mucho que ha cambiado su visión del mundo.
—¿Me da por favor media baguette y una hogaza, si tiene?
—Espero que tengan, de lo contrario esto no sería una panadería —interviene el cretino.
Es el único en reírse. La ancianita levanta los ojos hacia el techo. El imbécil insiste:
—Cuando uno ve lo espabiladas que son las mujeres, entiende mejor por qué Dios es hombre.
Algo se altera en el rostro de la viejecita. Apoya la baguette sobre el mostrador, esquiva a la persona que la separa de Calant y lo acribilla con su mirada renovada. Todos contenemos la respiración. No hay duda de que le va a soltar a la cara unas cuantas verdades. Cuando llega hasta él, levanta su paraguas y lo golpea con todas sus fuerzas mientras grita:
—¡Cierra el pico de una vez, imbécil!
Se abalanza sobre él y sigue atizándolo como si fuera un herrero. Todo el mundo se queda perplejo pero nadie interviene. En algunos la expresión roza la auténtica satisfacción. Olvidad a los superhéroes de disfraz ajustado y con capas al viento. Se acabaron los hombres musculosos que surgen del cielo para restablecer la justicia y salvar al mundo. La cosa ha cambiado. La mano del destino, la venganza divina, la emprende una anciana que empuña la más terrible de las armas: un paraguas de flores.
Calant intenta protegerse la cara de los golpes mientras emite grititos de rata. Pero pierde el equilibrio y se cae de culo. La señora se inclina sobre él.
—Hace años que se dedica a envenenar la vida del barrio. No respeta a las mujeres y aterroriza a los niños. Usted es un capullo —le planta unos paraguazos más antes de añadir—: Y ya que tanto le gustan las citas, déjeme enseñarle una. Pitágoras dijo: «El silencio es la primera piedra del templo de la sabiduría». ¡Así que cállese de una vez!
—Pero señora…
—¡Cierre el pico! Y no olvide nunca tampoco que Platón dijo: «Sé amable, cada persona que te encuentras está librando su propia batalla».
Aplausos. Calant se marcha a cuatro patas. De pronto la mujer ya no renquea, a diferencia de su paraguas, que está todo doblado. Todos la felicitan. La señora Bergerot no le cobra su compra. Julien y Denis le dan un beso. Yo pienso regalarle un nuevo paraguas. También imagino lo que mi abuela hubiera dicho en semejante situación: «Mientras haya ancianas habrá esperanzas».
Fragmento de Mañana lo dejo, de Gilles Legardinier
3 Comments
Qué bonito Bea!!!
¡Te ha molado eh! 🙂 El libro me gustó un montón
Que genial!! De verdad me ha encantado, divertidisimo. Gracias por el comentario en mi blog. Un besazoooo!!!.