¡Pobres novios! Son las seis de la tarde, algunos instrumentos difunden música mística y cientos de varas decoradas con orquídeas blancas reciben a los invitados. Frente a nosotros, el altar, la arena, un cielo rojizo de atardecer y el mar. Alrededor de 500 personas presenciamos una ceremonia religiosa muy emotiva; la joven pareja se promete amor y fidelidad.
A lo lejos, el sonido y las luces explosivas de una tormenta eléctrica se dibujan en el cielo y nos distraen. “Está muy lejos”, pensamos los asistentes, mientras con la mirada confirmamos que nos cubre el cielo limpio. Las mesas blancas del banquete, compuestas con cientos de velas y orquídeas, parecen sacadas de una película. Las palmeras enmarcan el área y no hay lona o techo que las cubra.
Al término de la ceremonia, los invitados felicitamos a los novios y nos dirigimos hacia la zona iluminada de las mesas. Sobre los hombros empezamos a sentir el aviso de una que otra gota: “Ahorita se quita, sólo está chispeando”, comentamos Pablo y yo con la mamá de la novia. “En noviembre no llueve en Acapulco.” Antes de terminar
la frase, el cielo se rompe en un furioso y cerrado aguacero.
Los invitados, incrédulos, nos miramos como diciendo: “¿Qué hacemos? ¿Habrá plan B? ¡No hay lona, ni un pedazo de techo!” Fue interesante observar las diferentes reacciones.
Los novios y la mayoría de los invitados corren a resguardarse al único lugar techado: los baños. Algunos vuelan a pedir su coche y huyen. El papá de la novia, empapado, camina de un lado a otro buscando inútilmente algún remedio. Los que acaban de llegar ni se bajan del coche, se van. Otros se refugian (es un decir) bajo las palmeras. Y unos 18 amigos nos amontonamos bajo dos paraguas que Pablo trae por casualidad en el coche.
La lluvia azota de lado y la lucha por mantenernos secos está perdida. Lo glamoroso de todo se fue en un instante. Las mujeres quedamos con los vestidos escurridos, el cabello pegado sobre la cara y el rímel corrido. Las guayaberas de los señores se hacen transparentes, y los pantalones negros se les encogen como si fueran de pescadores. Los heroicos meseros empiezan a repartir vino, tequila y lo que sea, para calentarnos un poco.
Después de dos horas, la lluvia no cesa y no tiene para cuando hacerlo. Ensopados, empezamos a preocuparnos. ¡Pobres novios!
Alguien pregunta: “¿Qué se hace en estos casos?” Escucho la respuesta de mi amigo Jorge y me encanta: “Nada. Te quedas y apoyas.” Varios de los ahí presentes ya casamos hijos y sabemos lo que esto significa: la ilusión, planear todo con tanta anticipación y, sobre todo, ¡lo que cuesta! En el momento, todo parece arruinado.
Nadie se puede sentar, no hay música, la cena no se puede servir y algunas personas continúan retirándose del lugar. Nos imaginamos a la novia llorando dentro del baño. Esto hubiera sido lógico y comprensible,
pero para sorpresa de todos, resulta lo contrario.
Cuando sus amigos deciden ir por los novios y traerlos con porras a la lluvia, la pareja muestra disposición para enfrentar su primera adversidad tomados de la mano. Me encanta ver la actitud de Joanna, la novia. Su madurez, su sonrisa franca y la calidez con que agradece efusivamente la permanencia de todos, llama la atención. Con un
gesto de “ni modo, así nos tocó”, se disponen a disfrutar. Se ve igual de bonita con el vestido de novia empapado; su belleza viene de adentro, está feliz. En lugar de quejarse, sufrir o maldecir, los dos proyectan una luz que contagia y nos da una lección.
Los del sonido se las ingenian y suena la música. En ese momento no importa la lluvia, los arreglos, los vestidos o el maquillaje. La gente baila contenta y en la “aguada” boda, reina hasta la madrugada un ambiente de solidaridad y cariño muy especial (nunca paró de llover).
Finalmente, así es la vida: nos cae un chubasco cuando menos lo esperamos y la gran diferencia entre derrotarnos o sacar la casta está en la actitud. La escuela de la vida le proporcionará a esta joven pareja, como a todos, muchas de estas situaciones. Sabemos que no podemos controlar lo que nos sucede o la manera en que los demás se comportan; lo que sí podemos es decidir cómo reaccionar frente a las circunstancias y convertirlas en trampa o trampolín.
Trampa si me dejo llevar por ellas, trampolín si las supero. Pablo y Joanna hacen de la adversidad un trampolín y nos dejan el grato recuerdo de una boda que, a pesar de todo, fue inolvidable.
Fragmento de Yo con mi pareja, de Gaby Vargas