Nico y yo comimos increíblemente bien en aquel nuevo italiano con terraza que había encontrado tras el Colegio de Arquitectos. Él pidió parpadelle con ragú y yo carpaccio. Bebimos agua muy fría y compartimos un postre. Después fuimos paseando hasta la Castellana, a pesar del calor de un día encapotado de finales de julio. Allí cogimos el metro hasta su casa, adonde llegamos pasadas las seis y encendimos el aire acondicionado a todo trapo.
Nico quiso que yo escuchara un grupo que le gustaba. Se llamaba Ben Howard y se situaba entre el rock alternativo y el folk. Sonaba alegre y melancólico a la vez, como si fuera posible hacer esa mezcla; sonaba como esos recuerdos preciosos en los que siempre parece que brillaba mucho el sol. Y mientras escuchábamos aquel disco tirados en el sofá, nos contamos cosas. Cosas estúpidas, por ejemplo cómo se produjo nuestro primer beso. Simplemente nos fuimos dejando llevar por las palabras.
—Fue horrible. —Me reí mirando al techo—. Me enamoré perdidamente del chico malo de la clase que por azares del destino también estaba por mí, como se decía por aquel entonces. Yo esperaba que él me besase y él hacía tiempo hasta que me lanzase yo…, y mientras tanto en el autobús de vuelta a casa fue otro el que me besó. Bueno, no me besó, me violó la boca.
—Dios…
—De verdad que fue asqueroso. Como no abrí la boca, el tío me lamió los labios. Creí que vomitaría allí mismo.
—¿Cuántos años pasaste sin dar un beso después? —Me miró él.
—Dos.
Compartimos una carcajada.
—A los diecinueve el malo de la clase y yo nos reencontramos. Fue uno de los besos más increíbles de mi vida. Fantástico. No creo que vuelva a vivir algo como aquello.
—¿No funcionó?
—Funcionó durante algún tiempo, pero el amor se nos escapó de las manos.
Sentí su nariz rozar mi mejilla.
—¿Qué lo hizo fantástico?
—Llovía. No hacía frío. Él sabía a menta. Dentro de su coche sonaba Johnny Cash. Le dio igual que se mojara la tapicería. Simplemente salimos, dejó las puertas abiertas y nos besamos.
—Hay mil besos especiales. Eso no significa que el resto dejen de serlo.
—¿Cómo fue tu primer beso?
—El primero mal. —Sonrió—. No tenía ni la menor idea de cómo mover la lengua. Ella me enseñó.
—¿Fue vuestro beso especial?
—No. En este caso, especial fue el último.
—¿Llovía?
—Sí. Qué cosas. ¿Crees que tiene que llover para que un beso nos marque?
—No. Pero queda pintoresco.
Nos sonreímos.
—¿La dejaste con un beso?
—Venía a estudiar a Madrid. Los dos sabíamos que no funcionaría a distancia y que lo mejor era cortar, pero aún nos queríamos mucho. Fue triste; despedirse, besarse y marcharse sin mirar atrás.
Suspiré. Hubo un momento en mi vida en el que quise llenar mi existencia con besos especiales, mágicos y de película. Después los años pasaron y simplemente me dejé aplastar por la realidad. Me entristeció pensar que hacía mucho tiempo que yo no besaba por amor. Creo que ni siquiera creía en la idea de volver a enamorarme. Pensaba que esas cosas solo sucedían en los libros.
Nico también se había sumido en el silencio. De reojo vi el movimiento de sus pestañas doradas, agitándose con cada parpadeo. Me gustaba estar con él. Era un chico con cosas que contar, que creía en algo y que hablaba con honestidad. Era cariñoso y guapo. Muy guapo. Me gustaba su olor, su manera de besar, lánguida siempre. Me encantaba que odiara madrugar y adoraba esa manera que tenía de quitarme la ropa, como si fuera parte de mi organismo, una capa de quita y pon de mi piel…
Sonaba una canción preciosa que se titulaba Old Pine. Una de esas canciones que invitan a un final feliz. No quise que acabara nunca. Cerré los ojos y, aunque escuché a Nico moverse, no los abrí. Me concentré en mi respiración, diciéndome a mí misma que no debía estar triste pensando en besos que no me habían dado. Ya vendrían otros y llenarían mi vida. Lo bueno de aquella situación era que me había construido a mí misma con esmero y, aunque estaba muy lejos de ser perfecta, sabía muy bien qué quería y qué no quería en mi vida. O eso creía. Llenar, nunca vaciar. Siempre sumar, nunca restar.
Ben Howard seguía cantándole a los recuerdos de los veranos felices y justo cuando iba a preguntarle a Nico si se iría fuera durante sus vacaciones en septiembre, noté su respiración, suave, cerca de mí. Abrí los ojos y mis pestañas chocaron con las suyas. Sonrió antes de ladear la cara hacia el lado contrario y acercarse a mis labios. Yo también sonreí. Un beso casi casual, un mero roce. Las mariposas que habían despertado en el despacho de Hugo volvieron a revolotear y Nicolás me besó más y mejor, pellizcando mis labios entre los suyos hasta dibujar en mi boca otra sonrisa. Le acaricié la nuca y el nacimiento de su pelo y, recostándose sobre mí, seguimos besándonos.
Escuché, debajo de la canción, un sonido suave y algo narcótico, un repiqueteo que no identifiqué con lluvia hasta que un trueno partió por la mitad el cielo de Madrid. Nos entró la risa antes de apretarnos más en otro beso. Nuestras narices se acariciaron después.
—Qué bien…
—¿El qué? —pregunté totalmente envuelta entre sus brazos.
—La lluvia. Me trajo algo bonito.
—¿Qué te trajo?
—Un beso especial.
—Ya tuviste uno.
—Pero aquel fue de despedida y este…, este es solo el comienzo.
Siguió lloviendo a cántaros el resto de la tarde. Los besos, preciosos, no dieron paso a un calentón y a un polvo desesperado, sino a la contención. Y como dijo una vez Nicolás, a veces no hacerlo lo convierte en algo más especial.
Nico puso Ciudadano Kane, que, aunque sé que es una pieza angular de la historia del cine, produce en mí el mismo efecto que una cerbatana con tranquilizante para caballos. Sentados en el sofá, en la parte larga, él me sostenía entre sus piernas, apoyada en su pecho. No creo que le hiciera falta mucho tiempo para darse cuenta de que me estaba durmiendo, pero él siguió en la misma postura, acariciándome con una mano. Me zambullí de pleno en el sueño y desperté con el sonido de la puerta al cerrarse. De fondo se seguían escuchando los diálogos de la película.
—¿Está dormida? —preguntó Hugo en un susurro.
—Sí.
—No —farfullé, revolviéndome entre los brazos de Nico como una niña pequeña que no tiene buen despertar y hundiendo la nariz en su pecho.
—Ay, bebé —se burló Hugo.
—¿Qué hora es?
—Las ocho y cuarto —contestó él mientras cogía de la cocina una botellita de agua.
Me incorporé.
—Tengo que irme.
—Quédate a dormir —me pidió Nico en un susurro.
Miré hacia Hugo, que, apoyado en la barra de la cocina, nos miraba intensamente. Esperaba que él también me lo pidiera, pero de pronto se enderezó y cogió las llaves del coche.
—Yo te llevo a casa. Llueve a cántaros.
Cruzaron entre ellos una mirada silenciosa pero yo, con esa mala gaita de la que te despiertas de una siesta, no quise ahondar en qué significaría. Le di un beso en los labios a Nico, cogí mi bolso y fui descalza hasta la cocina.
—¿Y tus zapatos, piernas? —me preguntó Hugo con una sonrisa.
—No lo sé.
Chasqueó la lengua contra el paladar y los recogió de la alfombra del salón. Después, apoyándome en la puerta de salida, dejé que me abrochara las sandalias y me besara las rodillas.
El trayecto a casa fue silencioso. Los goterones de lluvia golpeaban sin parar la luna del coche y sonaba Gabriel, de Kodaline. Otro disco de Nicolás, estaba segura. Era agradable dejarse llevar, despertar un poco del sopor de la siesta y flotar con el frío del cristal de la ventanilla en la frente.
—Estás muy callada —murmuró en un semáforo en rojo, con la mano izquierda agarrada al volante y la derecha posada en el cambio de marchas.
—Me quedé un poco atontada con la siesta.
—Y… ¿qué habéis estado haciendo, además de dormir?
—Comimos en ese sitio cerca de Hortaleza, escuchamos música y vimos la peli. Bueno, yo vi los primeros quince minutos.
No dijo nada más y al mirarlo me sentí tentada a aclarar que no había pasado nada sexual en su ausencia. Sin embargo, ¿qué sentido tenía hacer aquella aclaración? Ya se sobrentendía, ¿no? Ese era el trato.
Después, más silencio hasta que nos despedimos frente a la puerta de mi patio con un beso apretado.
—Adiós, piernas.
—Voy a tener que sacarte un apodo para responder a eso. —Le dediqué una amplia sonrisa.
Contestó con una mueca contenida. Después se marchó.
Pasé por el supermercado antes de que cerrara y cuando llegué a casa guardé la compra y me metí en la ducha. Fue entonces, bajo el chorro de agua ardiendo, cuando esa influencia pacificadora que ejercían en mí Nico y Hugo empezó a caerse, hecha jirones. El sábado, apenas dos días antes, había estado a punto de acostarme con una chica. Sin embargo, al final no había sucumbido a una fantasía erótica de otra persona, sino que había sacado de lo más hondo de mi psique una propia: ellos.
Mientras me ponía la leche corporal me sorprendió el sonido del timbre. ¿Eva otra vez? Pero ella tenía llaves. Mi madre había insistido en que si no quería dárselas a ellos, al menos tendría que tenerlas Eva, por si… acaso. Por si acaso le apetecía acampar en mi salón, vaya.
Fui hacia la puerta envuelta en una toalla y cogí el telefonillo.
—¿Sí?
—Soy yo, piernas.
Abrí con las cejas arqueadas. Haría una hora y poco que me había dejado en casa…, ¿qué haría allí? Fui al dormitorio y me puse un monito de algodón que a veces usaba como pijama. Sonó el timbre. Mi pelo chorreaba pequeñas gotitas frías que rodaban por mi espalda amenazando con empapar la ropa. Cogí una toalla y fui frotándome los mechones húmedos mientras caminaba descalza hasta la puerta. Al abrir, allí estaba él, con una expresión que no le había visto jamás, entre confuso, vulnerable e irritado. Estaba empapado y… guapo hasta decir basta.
—Pero… estás calado.
Se acercó a mí, cerró la puerta con un ademán y, apoyándome en la pared, me besó en los labios. Era un beso demandante, exigente y hambriento, como solían ser los suyos, pero había algo…, algo nuevo. Era un beso dulce.
—Me gusta cariño —dijo con la frente posada en la mía y los ojos cerrados.
—¿Cómo? —pregunté confusa, controlando la necesidad de comprobar si tenía fiebre.
—El apodo… para cuando yo te llame piernas. Me gusta que me llames cariño.
El revoloteo nervioso de las malditas mariposas adolescentes fue tan intenso entonces que me produjo náuseas. Le acaricié la cara y después metí los dedos en su pelo mojado, arrastrando las uñas con suavidad y haciendo que se estremeciera.
—¿Puedo quedarme? —preguntó tímido.
—Claro. Pero… ¿y Nico? Quiero decir…, las normas y…
—No vengo buscando sexo. Solo…, él te tuvo toda la tarde. Quiero lo mismo. Un rato.
Tendimos su camisa en la raquítica galería que tenía junto a la cocina y después se secó el pelo con una toalla mientras yo cepillaba el mío hasta desenredarlo. Abrimos una botella de vino blanco (del malillo, para qué mentir) y pedimos comida japonesa a domicilio mientras nos bebíamos una copa fría. Cenamos en mi cama, descalzos, con la ventana abierta y música alta, charlando. Primero sobre los costosos avances de hacer del suyo un negocio amplio y rentable; después sobre la inquietud emprendedora, las aspiraciones, los sueños adolescentes…
—Yo quería ser algo así como Hugh Hefner, ¿sabes? —bromeó él mientras yo apartaba los restos de la cena y servía más vino—. Ir siempre en pijama paseando por una mansión de la hostia llena de conejitas medio desnudas.
—¿Y qué pasó para que ese dejase de ser tu sueño?
—Bueno, que no me gusta pagar para que me la coman. —Me eché a reír—. No, en serio. Fue que… la muerte de mis padres fue un mazazo. Un día era un crío despreocupado y al día siguiente estaba solo en el mundo. Fue jodido. Eso te hace crecer deprisa.
—¿Qué edad tenías?
—Diecinueve, casi veinte. Me dejaron con mogollón de pasta, pero lo de las conejitas ya no me apetecía.
—No te hacen falta mansiones. Seguro que follas tanto cuanto quieres.
Me miró de reojo.
—Hasta yo sé que no todo es follar en esta vida. Aunque me quiera morir jodiendo como un animal… Fuera de la cama hay cosas; que ahora no las contemple no quiere decir que no las vea.
—Ah, vaya. Entonces, ¿qué quieres ser de mayor?
—Ya soy mayor.
—Venga… —Le di un codazo.
—Quiero ser feliz, ser yo mismo, no venderme y… no lo sé. Vivimos bastante al día. No me lo planteo demasiado. ¿Y tú?
—Pues quiero… —Enamorarme, pensé—. Quiero… cambiarme de piso a algo que no sea…, algo que tenga puertas, por ejemplo.
—Sí, sería un buen comienzo. Lo cierto es que este piso es un asco, piernas —se burló él.
—Oh, vaya, gracias.
—No, joder, que tú lo has puesto muy cuqui y esas cosas, pero es que de donde no hay no se puede sacar. Aparte del piso…, ¿qué más?
—Pues no sé. Lo típico.
—Y ¿qué es lo típico para ti?
—Poder viajar, vivir de lo que escriba y tener a alguien a mi lado con quien compartir la vida…
Nos miramos. Seguía lloviendo. El silencio se fue resbalando primero por las sábanas de la cama hasta rodearnos y expandirse hasta las paredes. Y sus ojos, en la semipenumbra de mi habitación, parecían tan negros como lo más oscuro del mundo; aun así brillaban.
—¿Cuál ha sido el beso más especial de toda tu vida? —le pregunté.
Hugo me fue envolviendo entre sus brazos y cuanto más cerca estábamos más se ensanchaba su sonrisa, que iluminaba su expresión. Nos tumbamos, él sobre mí. Se sostuvo con sus manos a los dos lados de mi cabeza y la rodilla entre mis piernas. Después ladeó la cabeza y me besó. Sonaba Powerless, de Becky Hill con Rudimental, y sus labios se abrían despacio dejando espacio para que su lengua me acariciara lentamente pero con intensidad. Mis dedos fueron deslizándose por su espalda. Sus pestañas aletearon haciéndome cosquillas en las cejas y abrí los ojos para comprobar que él seguía con los suyos cerrados. Una de mis manos se colocó sobre su mejilla y le besé con todo lo que podía dar en un beso. No sé cuánto duró porque los minutos dejaron de importar. Y el espacio. Y el porqué.
Cuando nos separamos, sus labios besaron mi barbilla, mi nariz y mi frente.
—Cada beso que te doy se acumula. Con todos los que te dé en mi vida tendré el más especial, piernas.
Oh, oh.
El efecto de «Alguien que no soy» de Elisabet Benavent